Esteban Portero - 2n Batxillerat C

El día que salí de mi casa decidido a empezar la búsqueda, ni tan siquiera había desayunado. Es más, mi estómago no había recibido más que un triste café. Consideraba que no necesitaba más para enfrentarme a semejante empresa. Los aventureros son fuertes, aguerridos: pueden aguantar semanas sin comer y yo no iba a ser menos.

Los primeros kilómetros fueron los más aburridos, a decir verdad. Hasta que no abandoné la urbanización (la cual no era pequeña precisamente), no encontré más que caras arrugadas, señoras que salen a correr en chándal rosa, perros que olisquean el colofón del tracto intestinal del prójimo, señores viejos, gordos y cansados que tan sólo levantan la mirada para saludar con desprecio a través de unos cristales de dudosa diafanidad y vecinos que se tragan apasionantes partidos de Malta-Nicaragua sub21 con televisores de tubo en el jardín.

Pero yo no era como ellos. Yo iba a por todas. Aquella mañana había salido decidido y nadie me iba a parar.

Al dejar atrás la mundanidad de las personas que han perdido la esperanza en sus propias vidas, el camino sorprendentemente se oscureció. Las señales marcaban el sendero a través de unas ruinas de metal, pero mi instinto de supervivencia (y la experiencia adquirida en tediosas conferencias sobre el tétanos) me decía que no era demasiado seguro adentrarme en aquel amasijo de hierros. Tuve que dar un rodeo, pasando por un lago de oro fundido en el que miles de autómatas buscaban su reflejo. Uno detrás del otro, estaban directamente programados para acercarse a la orilla cual robótico Narciso y buscar sus pupilas muertas en el candente fluido que a tantos había embaucado.

Junto a ellos, un comerciante enfurecido perseguía una estrella que decía que se le había escapado del bolsillo, que aquel cuerpo celeste era un rebelde. Detrás de él, un joven que se buscaba con la mirada su propia nuca aseguraba que el hombre de negocios había perdido la razón. “Ya no se respeta nada”, declaraba, mientras dibujaba algo similar a dos palos cruzados en la arena, bajo la atenta mirada de un anciano que sólo distraía su mirada para otear el cielo de vez en cuando. Allí, la estrella que perseguía el comerciante se había acomodado y había cambiado de forma, asentándose junto a una luna que lejos andaba de estar llena. Si bien la situación me sorprendió de entrada, decidí alejarme de aquel colectivo. Seguramente se habían equivocado.

Pasé por debajo de un arco de piedra sin base alguna, para ir directo a chocarme contra la espalda de un peludo gato enorme. Se giró, me dedicó un cordial saludo y alzó el vuelo dejando como estela un reguero de festivo champán. La espuma era abundante, pero no me puedo quejar ya que nadie ha enseñado a un gato a servir semejante bebida con destreza y cautela. Pese a todo me refrescó el gaznate, y cuando estaba dispuesto a seguir, me percaté de una cosa. Juraría que se me paró el corazón en aquel justo instante, porque recuerdo que, con la llegada de la terrible revelación, la sangre se congeló en mis venas por un momento.

Caí de rodillas al suelo, y el peso de mi cuerpo se derrumbó hacia un lado. Me coloqué en posición fetal, abrazando mis rodillas y esperando. Semejante conclusión me había dejado abatido. Aquí sigo, esperando. No creo que me vuelva a levantar. ¿Y es que cómo voy a seguir, si no sé cómo es lo que ando buscando?